¿Sabe Usted por qué Antonini Wilson, que quiso entrar una maleta con 800.000 dólares para Kirchner, no quiere ser detenido en las kárceles argentinas?
Mentiras verdaderas, ...o verdaderas mentiras
Publicado el 19 de December, 2007 en Carlos Marcelo Shäferstein, Opinion ó http://www.lahistoriaparalela.com.ar/2007/12/19/mentiras-verdaderas-verdaderas-mentiras/#more-5566
La píldora de cianuro tiene reservado un lugar en la historia trágica de nuestro país. Antes de caer en manos de los “grupos de tareas” de la década de los 70, muchos de los integrantes de las formaciones guerrilleras —sobre todo de Montoneros— preferían tragarla. La llevaban encima para suicidarse de ese modo ante el peligro cierto de caer prisioneros. Miriam Lewin las repartía e instruía a los chicos sobre el modo en que deberían utilizarla… “Éramos seres humanos normales comprometidos con nuestros ideales y con las contradicciones propias de la forma en que esos ideales se habían organizado… esa dosis de cianuro que todo militante montonero debía guardar” —señaló en un reportaje a Página 12— “…era mi sacrificio por los demás –cuenta “La polaca” Penny— …enseñar que debíamos ponernos la pastilla en la boca, mirar al cielo y decir gracias por poder morir así”.
Una vez falleció un amigo en mis brazos. Estaba abandonado en una horrorosa celda en la Prisión de Encausados de Villa Devoto. Se estaba desangrando pero los médicos forenses que acudían a mi súplica profesional —cuando todavía ejercía como abogado— no se animaban a firmar el diagnóstico que le hubiera prolongado la vida a ese General de División.
Agonizó extenuado y anémico porque la Justicia no admitía que se constate oficialmente su ulceroso estado, lo que puso en evidencia la apatía de los jueces y la pasividad ante el drama de sus prisioneros. Pero la venganza no terminó allí. Luego se negaron a entregar durante casi tres días el cadáver del Jefe caído a su familia. No podía creer que haya eludido la sentencia… En definitiva, este viejo General que amaba la vida, de encomiables principios Católicos y una digna familia que adoraba murió inocente, pero enclaustrado tras los barrotes y la mugre penitenciaria. Entonces decidí devolver mi matrícula. Pretender defender a alguien con la Ley en un país donde el Derecho es inexistente es ser cómplice de la farsa. Pero, inevitablemente, me sigo indignando cada día más…
Ayer —ante la desfachatez pública de las cámaras televisivas— un grupo de insurrectos a la Ley tomaron por asalto, a sangre y fuego, un edificio público en la ciudad de La Plata, hiriendo gravemente a muchos inocentes y destruyendo al detalle el Ministerio de Desarrollo Humano bonaerense, todas sus instalaciones y archivos, quemando —además— lo que no alcanzaron a canibalizar en su retirada.
Pero ninguno de los vándalos terminó pernoctando en prisión: Para los jueces argentinos no hay causa que meritúe el encarcelamiento por ser “delitos de menor cuantía”.
En honor a la verdad personalmente nunca pude acceder a la cárcel de Marcos Paz, ni se me autorizó a visitar la Prisión de Campo de Mayo. Pero, mientras que quien escribe este informe, auxiliar de la Justicia en teoría, tiene que hacer engorrosos y humillantes trámites judiciales, prejudiciales, penitenciarios o protocolares conducentes a obtener autorización para visitar a los prisioneros políticos del régimen, aún esgrimiendo la condición de abogado y, cuando corresponde, de periodista, la señoras Estela de Carlotto y Hebe de Bonafini logran insólitos y expeditos pronunciamientos judiciales aún siendo partes absolutamente parciales en el linchamiento de los militares y policías privados de su libertad por combatir al terrorismo.
Según el periodista Christian Sanz, quien declaró ante el juez que investiga la causa, Julio López, que padecía del mal de Alzheimer, desapareció en connivencia con agentes del gobierno, y murió durante el traslado, durante su pretendido secuestro, en las inmediaciones de Chascomús. Se sabía que, debido a su terrible enfermedad seguramente no podría volver a declarar en la instancia de apelación en la causa por la cual fue condenado el R.P. Christian Von Wernich, y resultaba conveniente para la parte que, literalmente, se esfumase. Pero es una historia con mucha tela para cortar…
En ese orden, el sargento del Ejército Argentino Jorge Oscar López, de 40 años e integrante de la Casa Militar, había sido visto por última vez el 12 de octubre pasado. El pobre hombre escuchó algo inconveniente sobre el otro López, y el 11 de noviembre apareció “suicidado” en circunstancias misteriosas que no se profundizaron demasiado. Según suboficiales compañeros suyos, que por cierto no se animan a atestiguar, fue trasladado compulsivamente por dos individuos y no se reintegró más a su puesto de trabajo, declarándose inmediatamente su baja por deserción. Su cuerpo desintegrado por las olas apareció —sin cabeza— a los treinta días bajo los acantilados de Chapadmalal.
Residente de una casita típica de San Telmo, amante de los malvones, felizmente casado y padre de sus dos amados pequeños, lo llamativo, y decididamente sospechoso, es que —aunque su familia reportó su desaparición a las pocas horas— recién el miércoles 31 se publicó en los diarios una solicitud de paradero con su nombre y fotografía. La difusión de la historia no habría pasado desapercibida en la cuenta regresiva preelectoral.
Buen marido y apasionado por su trabajo, el sargento desaparecido hacía trabajos administrativos dentro de la Casa Militar de la Casa Rosada, aunque su vocación lo llevó mucho tiempo alejado. Hace algunos años, estuvo un período en la Antártida, enviado por el Ejército, y en Chipre, donde se sentía más cómodo. Además de tener conocimientos en taekwondo, hace varios meses López se había recibido de instructor de tiro. Según sus compañeros, era normal: un hombre equilibrado y sumamente discreto. La misma descripción que daba su esposa: “Es un hombre intachable que ama su profesión, absolutamente inteligente y siempre preocupado por todos”, juraba Vanessa.
Ya desde el comienzo se insinuó que el infeliz habría saltado voluntariamente al vacío, pero luego la autopsia reveló un tiro en la base del cuello, lo que se publicó en algún medio sin mayor trascendencia, sin volverse a mencionar el asunto. La revista “Noticias” cerró su edición Nº 1610 informando que “si bien no se descarta ninguna hipótesis, las pistas abiertas tras la desaparición del sargento de la Casa Militar son un enigma guardado bajo siete llaves”.
El prefecto Febres no tenía motivo alguno para quitarse la vida. Como sufría de diabetes consumía mucho líquido. Entonces era habitual que tuviera un vaso muy cerca, se despertaba de noche, tomaba agua e iba al baño, como cualquier persona de edad. Es muy posible que el cianuro se lo hayan puesto en el vaso, según especulan los familiares: la esposa de Febres, Estela Maris Guevara, y los hijos del matrimonio, Sonia y Ariel, que se horrorizaron cuando la jueza Sandra Arroyo les informó que los indagaba por ser sospechosos de “haber proporcionado los medios” para que su padre se autoinmolara. Sonia insistió con el concepto cuando depuso ante la Dra Arroyo y el fiscal Gentili: “él estaba bien de ánimo. Su defensor, el doctor Valle, hizo un magnífico alegato y evaluó que habiendo estado nueve años preso, no tendría que pasar detenido demasiado tiempo más. Eso lo tenía ilusionado. Es más, me dio una grabación con el alegato de Valle…y estaba entusiasmado para declarar una vez más su inocencia al Tribunal oral.” Otra de las razones aducidas por el hijo de Febres es que, dada la confianza familiar, hubiera manifestado sus intenciones o dejado una carta, al menos. Pero Febres era un Católico militante y jamás hubiera recurrido al suicidio. Ariel agregó que su padre fue encontrado con el rostro plácido, acostado, abrazado a la almohada. “Parecía distendido y nos han explicado que ésa no es la cara de alguien que consumió cianuro, que produce sufrimiento”.
Resulta, entonces, particularmente llamativo que quienes más se preocuparon por el infortunado Febres fueron las Abuelas de Plaza de Mayo. Encabezando las organizaciones de Derechos Humanos, estas damas eternamente enlutadas solicitaron el viernes pasado “el traslado inmediato de todos los represores que no se encuentren alojados en unidades del Servicio Penitenciario Federal y de aquellos que estén cumpliendo condena bajo el régimen de prisión domiciliaria”.
“No pueden estar en este tipo de unidades por dos razones —alegaron— una porque son peligrosos y en segundo lugar porque quizá en cárceles comunes se les va a preservar la vida”, argumentó la presidenta de Abuelas, Estela de Carlotto. También se sumaron los reclamos de querellantes, fiscales y el Ministerio de Defensa para que no estén en unidades de las Fuerzas Armadas. Sobre 339 los militares presos registrados por el Centro de Estudios Legales y Sociales, un 35 por ciento goza de prisión domiciliaria, otro tanto está en unidades militares y el resto en cárceles comunes, categoría que incluye Campo de Mayo y Bases militares cercanas al Juzgado Federal de que se trate, por una cuestión de pragmatismo procesal.
Martín Carrasco Quintana, en la edición de hoy martes 18 de diciembre en “El Pregón”, de La Plata, escribió que “es una costumbre nacional matar gente para torcer el destino político de algún oponente, recordando que la impiadosa muerte de José Luis Cabezas, entre otras cosas, le costó la presidencia por vía electoral a Eduardo Duhalde; que a Fernando De la Rúa el hondazo final le llegó con los muertos del 20 de diciembre de 2001. Cromagnon le cortó el futuro al obstinado Aníbal Ibarra y Jorge Julio López, al desaparecer, abolió la proyección de Felipe Solá. Siempre en el ámbito del gran ruido, la muerte por envenenamiento del prefecto preso en una dependencia de Prefectura en El Tigre ha dado lugar a varias conclusiones… Más allá del estruendo, quedan dos cuestiones de base: la furia de los juzgadores y de la gente de los derechos humanos con víctimas colaterales, como la ahora viuda y los hijos. La iracundia viene de un sentimiento de frustración: les han quitado de entre las manos a un sujeto odiado, para el que se planeaba una ordalía de las hasta ahora desplegadas. Y, mientras los medios siguen llamándolo represor (ya fallecido y sin sentencia que dijera que lo fue) a nadie se le ocurre medir los agravios —impuestos y por imponer— cuya magnitud le han acortado la existencia a muchos.”
Definitivamente, la pócima ponzoñosa que la montonera Penny —hoy una encumbrada e indiscutida periodista mediática— inoculaba entre los jóvenes mártires que adiestraba para la muerte, se mantiene hoy sin mácula en los corazones rebosantes de odio de las viejas terroristas de Plaza de Mayo.
En esta etapa de consolidación de su poder siguen envenenando —con ficciones vengativas— el rencor contagioso hacia quienes derrotaron al terror dentro de las instituciones, antes que éstas claudicasen políticamente o se fueran corrompiendo al hacerse políticas.
Autor: Dr. Carlos Marcelo Shäferstein
Mentiras verdaderas, ...o verdaderas mentiras
Publicado el 19 de December, 2007 en Carlos Marcelo Shäferstein, Opinion ó http://www.lahistoriaparalela.com.ar/2007/12/19/mentiras-verdaderas-verdaderas-mentiras/#more-5566
La píldora de cianuro tiene reservado un lugar en la historia trágica de nuestro país. Antes de caer en manos de los “grupos de tareas” de la década de los 70, muchos de los integrantes de las formaciones guerrilleras —sobre todo de Montoneros— preferían tragarla. La llevaban encima para suicidarse de ese modo ante el peligro cierto de caer prisioneros. Miriam Lewin las repartía e instruía a los chicos sobre el modo en que deberían utilizarla… “Éramos seres humanos normales comprometidos con nuestros ideales y con las contradicciones propias de la forma en que esos ideales se habían organizado… esa dosis de cianuro que todo militante montonero debía guardar” —señaló en un reportaje a Página 12— “…era mi sacrificio por los demás –cuenta “La polaca” Penny— …enseñar que debíamos ponernos la pastilla en la boca, mirar al cielo y decir gracias por poder morir así”.
Una vez falleció un amigo en mis brazos. Estaba abandonado en una horrorosa celda en la Prisión de Encausados de Villa Devoto. Se estaba desangrando pero los médicos forenses que acudían a mi súplica profesional —cuando todavía ejercía como abogado— no se animaban a firmar el diagnóstico que le hubiera prolongado la vida a ese General de División.
Agonizó extenuado y anémico porque la Justicia no admitía que se constate oficialmente su ulceroso estado, lo que puso en evidencia la apatía de los jueces y la pasividad ante el drama de sus prisioneros. Pero la venganza no terminó allí. Luego se negaron a entregar durante casi tres días el cadáver del Jefe caído a su familia. No podía creer que haya eludido la sentencia… En definitiva, este viejo General que amaba la vida, de encomiables principios Católicos y una digna familia que adoraba murió inocente, pero enclaustrado tras los barrotes y la mugre penitenciaria. Entonces decidí devolver mi matrícula. Pretender defender a alguien con la Ley en un país donde el Derecho es inexistente es ser cómplice de la farsa. Pero, inevitablemente, me sigo indignando cada día más…
Ayer —ante la desfachatez pública de las cámaras televisivas— un grupo de insurrectos a la Ley tomaron por asalto, a sangre y fuego, un edificio público en la ciudad de La Plata, hiriendo gravemente a muchos inocentes y destruyendo al detalle el Ministerio de Desarrollo Humano bonaerense, todas sus instalaciones y archivos, quemando —además— lo que no alcanzaron a canibalizar en su retirada.
Pero ninguno de los vándalos terminó pernoctando en prisión: Para los jueces argentinos no hay causa que meritúe el encarcelamiento por ser “delitos de menor cuantía”.
En honor a la verdad personalmente nunca pude acceder a la cárcel de Marcos Paz, ni se me autorizó a visitar la Prisión de Campo de Mayo. Pero, mientras que quien escribe este informe, auxiliar de la Justicia en teoría, tiene que hacer engorrosos y humillantes trámites judiciales, prejudiciales, penitenciarios o protocolares conducentes a obtener autorización para visitar a los prisioneros políticos del régimen, aún esgrimiendo la condición de abogado y, cuando corresponde, de periodista, la señoras Estela de Carlotto y Hebe de Bonafini logran insólitos y expeditos pronunciamientos judiciales aún siendo partes absolutamente parciales en el linchamiento de los militares y policías privados de su libertad por combatir al terrorismo.
Según el periodista Christian Sanz, quien declaró ante el juez que investiga la causa, Julio López, que padecía del mal de Alzheimer, desapareció en connivencia con agentes del gobierno, y murió durante el traslado, durante su pretendido secuestro, en las inmediaciones de Chascomús. Se sabía que, debido a su terrible enfermedad seguramente no podría volver a declarar en la instancia de apelación en la causa por la cual fue condenado el R.P. Christian Von Wernich, y resultaba conveniente para la parte que, literalmente, se esfumase. Pero es una historia con mucha tela para cortar…
En ese orden, el sargento del Ejército Argentino Jorge Oscar López, de 40 años e integrante de la Casa Militar, había sido visto por última vez el 12 de octubre pasado. El pobre hombre escuchó algo inconveniente sobre el otro López, y el 11 de noviembre apareció “suicidado” en circunstancias misteriosas que no se profundizaron demasiado. Según suboficiales compañeros suyos, que por cierto no se animan a atestiguar, fue trasladado compulsivamente por dos individuos y no se reintegró más a su puesto de trabajo, declarándose inmediatamente su baja por deserción. Su cuerpo desintegrado por las olas apareció —sin cabeza— a los treinta días bajo los acantilados de Chapadmalal.
Residente de una casita típica de San Telmo, amante de los malvones, felizmente casado y padre de sus dos amados pequeños, lo llamativo, y decididamente sospechoso, es que —aunque su familia reportó su desaparición a las pocas horas— recién el miércoles 31 se publicó en los diarios una solicitud de paradero con su nombre y fotografía. La difusión de la historia no habría pasado desapercibida en la cuenta regresiva preelectoral.
Buen marido y apasionado por su trabajo, el sargento desaparecido hacía trabajos administrativos dentro de la Casa Militar de la Casa Rosada, aunque su vocación lo llevó mucho tiempo alejado. Hace algunos años, estuvo un período en la Antártida, enviado por el Ejército, y en Chipre, donde se sentía más cómodo. Además de tener conocimientos en taekwondo, hace varios meses López se había recibido de instructor de tiro. Según sus compañeros, era normal: un hombre equilibrado y sumamente discreto. La misma descripción que daba su esposa: “Es un hombre intachable que ama su profesión, absolutamente inteligente y siempre preocupado por todos”, juraba Vanessa.
Ya desde el comienzo se insinuó que el infeliz habría saltado voluntariamente al vacío, pero luego la autopsia reveló un tiro en la base del cuello, lo que se publicó en algún medio sin mayor trascendencia, sin volverse a mencionar el asunto. La revista “Noticias” cerró su edición Nº 1610 informando que “si bien no se descarta ninguna hipótesis, las pistas abiertas tras la desaparición del sargento de la Casa Militar son un enigma guardado bajo siete llaves”.
El prefecto Febres no tenía motivo alguno para quitarse la vida. Como sufría de diabetes consumía mucho líquido. Entonces era habitual que tuviera un vaso muy cerca, se despertaba de noche, tomaba agua e iba al baño, como cualquier persona de edad. Es muy posible que el cianuro se lo hayan puesto en el vaso, según especulan los familiares: la esposa de Febres, Estela Maris Guevara, y los hijos del matrimonio, Sonia y Ariel, que se horrorizaron cuando la jueza Sandra Arroyo les informó que los indagaba por ser sospechosos de “haber proporcionado los medios” para que su padre se autoinmolara. Sonia insistió con el concepto cuando depuso ante la Dra Arroyo y el fiscal Gentili: “él estaba bien de ánimo. Su defensor, el doctor Valle, hizo un magnífico alegato y evaluó que habiendo estado nueve años preso, no tendría que pasar detenido demasiado tiempo más. Eso lo tenía ilusionado. Es más, me dio una grabación con el alegato de Valle…y estaba entusiasmado para declarar una vez más su inocencia al Tribunal oral.” Otra de las razones aducidas por el hijo de Febres es que, dada la confianza familiar, hubiera manifestado sus intenciones o dejado una carta, al menos. Pero Febres era un Católico militante y jamás hubiera recurrido al suicidio. Ariel agregó que su padre fue encontrado con el rostro plácido, acostado, abrazado a la almohada. “Parecía distendido y nos han explicado que ésa no es la cara de alguien que consumió cianuro, que produce sufrimiento”.
Resulta, entonces, particularmente llamativo que quienes más se preocuparon por el infortunado Febres fueron las Abuelas de Plaza de Mayo. Encabezando las organizaciones de Derechos Humanos, estas damas eternamente enlutadas solicitaron el viernes pasado “el traslado inmediato de todos los represores que no se encuentren alojados en unidades del Servicio Penitenciario Federal y de aquellos que estén cumpliendo condena bajo el régimen de prisión domiciliaria”.
“No pueden estar en este tipo de unidades por dos razones —alegaron— una porque son peligrosos y en segundo lugar porque quizá en cárceles comunes se les va a preservar la vida”, argumentó la presidenta de Abuelas, Estela de Carlotto. También se sumaron los reclamos de querellantes, fiscales y el Ministerio de Defensa para que no estén en unidades de las Fuerzas Armadas. Sobre 339 los militares presos registrados por el Centro de Estudios Legales y Sociales, un 35 por ciento goza de prisión domiciliaria, otro tanto está en unidades militares y el resto en cárceles comunes, categoría que incluye Campo de Mayo y Bases militares cercanas al Juzgado Federal de que se trate, por una cuestión de pragmatismo procesal.
Martín Carrasco Quintana, en la edición de hoy martes 18 de diciembre en “El Pregón”, de La Plata, escribió que “es una costumbre nacional matar gente para torcer el destino político de algún oponente, recordando que la impiadosa muerte de José Luis Cabezas, entre otras cosas, le costó la presidencia por vía electoral a Eduardo Duhalde; que a Fernando De la Rúa el hondazo final le llegó con los muertos del 20 de diciembre de 2001. Cromagnon le cortó el futuro al obstinado Aníbal Ibarra y Jorge Julio López, al desaparecer, abolió la proyección de Felipe Solá. Siempre en el ámbito del gran ruido, la muerte por envenenamiento del prefecto preso en una dependencia de Prefectura en El Tigre ha dado lugar a varias conclusiones… Más allá del estruendo, quedan dos cuestiones de base: la furia de los juzgadores y de la gente de los derechos humanos con víctimas colaterales, como la ahora viuda y los hijos. La iracundia viene de un sentimiento de frustración: les han quitado de entre las manos a un sujeto odiado, para el que se planeaba una ordalía de las hasta ahora desplegadas. Y, mientras los medios siguen llamándolo represor (ya fallecido y sin sentencia que dijera que lo fue) a nadie se le ocurre medir los agravios —impuestos y por imponer— cuya magnitud le han acortado la existencia a muchos.”
Definitivamente, la pócima ponzoñosa que la montonera Penny —hoy una encumbrada e indiscutida periodista mediática— inoculaba entre los jóvenes mártires que adiestraba para la muerte, se mantiene hoy sin mácula en los corazones rebosantes de odio de las viejas terroristas de Plaza de Mayo.
En esta etapa de consolidación de su poder siguen envenenando —con ficciones vengativas— el rencor contagioso hacia quienes derrotaron al terror dentro de las instituciones, antes que éstas claudicasen políticamente o se fueran corrompiendo al hacerse políticas.
Autor: Dr. Carlos Marcelo Shäferstein
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home